sábado, 9 de agosto de 2008

Historias desinteresadas



Conversación de mujeres

(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

Marta estaba poniendo la mesa. Extendió un mantel. Salió del cuadro, regresó con platos y utensilios. Los distribuyó tranquilamente. Volvió a la cocina. En ese instante giró el picaporte, la puerta se abrió cuidadosamente, se cerró un poco y se abrió de pronto, una mujer ingresó precipitada, cerró con urgencia apoyándose sobre la puerta. Miró la habitación con duda. Se acercó hasta la mesa, observaba. Tomó un cuchillo, sintió el filo con el dedo. De repente Marta regresó y aúlló, la extraña se asustó y escondió el cuchillo a sus espaldas. Realizó un movimiento rápido, como si fuera un tic, aspirando fuerte.
—¡Dios mío! ¡Qué grande me asustaste! —dijo Marta, poniéndose de cuclillas para recoger los panes que cayeron al asustarse. La extraña la miró de lejos, parpadeando exageradamente.
Acercándose a la mesa para acomodar la panera, dijo:
—Justo Jorge se fue a buscar a las nenas.
Entonces notó algo raro en la mujer, ésta reaccionó violentamente, puso el cuchillo en su cuello. Su mano estaba ensangrentada. Marta gritó, levantó nerviosamente las manos, agitó la cabeza. La extraña le gritó con furia:
—¡Callate! ¡callate! ¡perra, perra, perra! ¡Callate!
Tomó a Marta por la espalda, apretando el cuchillo por debajo del cuello. Marta trató de tranquilizarse. Imploraba:
—¡Por favor! ¡Dios mío!
—¡Callate, maldita puta! —la apretó más.
—¡Ay! ¡No me mate! ¡No me mate! ¡Por Dios! —susurró.
—Carajo, no te callás.
—Me callo, me callo... tranquila.
—¡Qué tranquila ni nada, maldita puta! —reclamó enojada.
—Virgencita santa, no me mates.
—¡Virgencita, la concha! —sacudió a Marta.
—Qué quiere, qué quiere.
—Carajo, no me hables.
La extraña sacudió con furia a Marta. Ella gimoteó.
—Te vas a sentar. Si hacés algo te decapito —adviertió la extraña. Marta sólo se atrevió a mover la cabeza. Recibió una fuerte sacudida: ¿Entendiste?
—Ssi-si... —susurró.
Sin soltarle el cuello ni dejar de apretarle el cuchillo, ambas se acercaron a la mesa. Marta jaló una silla, se sentó lentamente. La extraña cambió un instante el cuchillo de mano, jaló otra silla. Exclamó:
—¡Mierda! —repitió su tic, aspirando fuerte y rápido. Marta la miró con pavor, bajó la mirada. Tenía la punta del cuchillo apuntándola.
—Este es un día de mierda. Siempre fue. El día más mierdoso.
Se vió un instante la mano, estaba ensangrentada. Marta también miró la herida.
—Otra herida... pero esta mierda se cura —dijo para sí— ¿Sabés qué hora es?
—No...
—Es muy tarde. Siempre tiene que ser tarde. ¡Mierda!
—Cerca de las diez...
—¡Mierda! Tiene que venir, tiene que venir...
—¿Jorge? —dijo Marta, titubeando.
—Tiene que venir... ya es tarde... —cambiando de tono— ¿Conocés a Jorge? ¿eh?
—Sí... estamos casados...
—Pero ¿lo conocés de verdad?
—Sí... creo que sí...
—¿Sabés que te vas a morir? —Marta reaccionó con un gesto de terror— Sí, uno de estos días te vas a morir, y no vas a saber nunca la verdad.
—¿La verdad...? —preguntó con miedo.
—La verdad —volvió a tener su tic— Siempre hace calor en este día. Ayer llovió, pero es peor el calor —vió un prendedor en la blusa de Marta, lo señaló con el cuchillo— ¿Te regaló él?
—Sí...
—Yo tenía uno, antes. Muy parecido. ¡Mierda!
—¿Conocés a Jorge? —se animó Marta.
—¡Mierda! Todos son iguales. Todas somos putas. Siempre terminamos ensangrentadas por ellos. Primero te sangran cuando sos vírgen. Te odian porque sangrás cada mes. Luego sangrás el maldito parto. Y terminamos sangrando por su culpa.
—Te sangra la mano...
—Una herida de mierda. No es ni la mitad de sangre que perdí viviendo. Ni es una herida que lamentar, mañana.
—No es tarde para...
—¡Es tarde! —se agitó, tuvo su tic— Siempre tiene que ser tarde. Esa es la maldita mierda.
Apartó un instante la vista hacia la mesa.
—¿Qué estabas preparando?
—Pavo...
—Así que en esta casa comen la mierda de pavo. Pavo. Donde vivía nunca comimos pavo. Pavo de mierda. ¿Qué sabor tiene?
—¿Eh...?
—¿Sabe a pollo? Debe ser la misma mierda.
—Podés probar...
—No quiero tu comida de mierda —hizo su tic— Desgraciado, tenemos que ser buenas cocineras, ¿verdad? Y verlo engordar año tras año como un cerdo. Como un cerdo tendríamos que verle sufrir, después de tanto esfuerzo. Hundir el cuchillo en su panza y verlo chillar.
—¿Hablás de Jorge?
—Al carajo con ése. ¿Qué sabés? ¿acaso sabés? A ver, decime, ¿te trata bien? ¿te obsequia "cosas"? ¿te dice estupideces románticas?... ¿te pide que guardes un secreto?
—Él es una buena persona...
—Ah, ¿sí?
—Nunca discutimos. Es amable. Se lleva bien con nuestras hijas...
La extraña se rió ruidosamente con una carcajada, que sorprendió a Marta.
—Sí, "siempre" se lleva bien con las hijas, pelotuda.
—Oh, ¡No, no creo...!
—¿Te coge bien?
—Por Dios, ¡qué...!
—Al comienzo te promete cualquier mierda con tal de cogerte. Después se aburre. Pero sos "su" mujer, no necesita pagarte.
—¡Dios santo!
—¿Qué crees, boluda? Todos son iguales. Estamos cagadas de novios y maridos impotentes, reprimidos, que necesitan cogerte con la plata para sentir poder. Vos tenés que mamar la plata, tragarla, ponerte de cuatro, cabalgarla, que te bañe con su olor podrido y arrugado. Mientras sangras por dentro.
—¡Jorge no es así!
—Ninguno es —se repitió su tic— Maldita puta, te quedás jodiendo todo el día en tu casa de mierda. Antes yo no podía moverme, no podía decir nada, tenía que soportarlo duramente, ¡ni siquiera podía llorar! Tenía que sangrar...
De pronto golpearon la puerta. Las mujeres se miraron. La extraña fue a abrir. Una voz de hombre preguntó:
—¿Cecilia, qué hacés aquí?
Ella se lanzó sobre él, alzando la mano con el cuchillo, pero el hombre, adelantándose, la detuvo sosteniéndola por la muñeca. Forcejearon y cayeron, con ella abajo. De repente chilló brutalmente, mientras el hombre se puso en pie con lentitud, observándola. El cuchillo estaba clavado en el pecho de la mujer. Gimió levemente y calló. El hombre volvió la cabeza hacia Marta:
—Disculpe, señora.
Quitó un revólver, disparó contra Marta y salió por la puerta.


Comida familiar
(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

Toda la familia estaba en la mesa. Conversaban animadamente. Había un barullo que confundía sus charlas. Hasta que en la cabecera se puso en pie el padre, con una cuchara golpeó la botella. No le hicieron caso. Partió la botella en el piso. Todos callaron, atentos.
—Papá, esa era la última botella de vino —reprochó el hijo mayor, Joaquín.
—¡Qué pelotudo! —exclamó el abuelo.
—Tengo un anuncio para la familia —anunció el padre.
—Escuchen, hijos —llamó la madre, entusiasta.
—¿Se casan, mami? —se precipitó la hija, Anastacia, mirando a su novio.
—¡No! ¡Me ascendieron! —respondió el padre, satisfecho.
—¿Todavía estás en esa empresa de mierda? —comentó el hijo.
—¡No! ¡Renuncié esta tarde! —seguía el padre, con el mismo aire triunfador.
—¡Qué pelotudo! —repitió el abuelo.
—¡Pero...! No me dijiste nada, Cañete —gimoteó la madre.
—Esos cerdos no se aprovecharán de mí.
—Pero, Cañete, me dijiste que te pagarían más y te darían un arma.
—Que se queden con su sucio dinero. No me van a poner la trampa.
—¿En qué diablos trabajás, papi? —preguntó Anastacia.
—Era sereno de un laboratorio, estúpida —le respondió Joaquín.
—¡Qué pelotuda! —ponderó el abuelo.
—Primero te prometen la libertad laboral... —explicaba el padre.
—Qué verguenza, mi papá es sereno —comentó Anastacia.
—¡Anastacia! ¡De eso comés! —reprochó la madre.
—¡Ay!, no, mami, no... —dijo mirando y sonriendo a su novio.
—...después te entregan un arma, matás a un directivo y te mandan a la cárcel... —señalaba el padre.
—Antony tuvo varias entradas en la cárcel —mencionó el hijo, jugando un golpe en el hombro de Antony, el novio de su hermana.
—...Mientras vos te cagás la condena, en la empresa otro imbécil sube como directivo —concluyó el padre.
—¡Qué pelotudo! —acotó el abuelo.
—Idiota, Antony se escapa cuando quiere —se jactó Anastacia.
—Yo también tengo un anuncio... —anunció Jani, la hija menor, que hasta entonces estaba callada.
—Sí, mi amor, te escuchamos —la alentó la madre, bondadosa.
—Uff, la mocosa, va a hablar del ángel Gabriel, otra vez —se burló Joaquín.
—Cuando sea grande quiero ser... actriz porno —declaró Jani.
Todos callaron, se miraron entre sí, serios, sorprendidos. Un silencio fatal. De repente estallaron en una carcajada general, trastabillaban de risa, golpeando la mesa, apretándose la barriga. El abuelo terminó tosiendo espantosamente. Jani permanecía seria.
—Es verdad, Antony me enseño a chupar —agregó la niña.
—¡Quééé! —exclamó el padre, serio.
—Sí, hace media hora practicamos de nuevo.
De nuevo toda la familia se sacudió en carcajada terrible. El abuelo terminó tosiendo espantosamente, de nuevo.
—Mientras no seas puta como tu hermana... —comentó Joaquín.
—¡Qué decís, degenerado! —reclamó Anastacia.
—Siempre veo esas orgías que hacés con tus amigas.
—¡Me espías!... eh, ¿soñás, tonto?
—¿Te acordás esos tiempos, Lucy? —bromeó el padre a su esposa, ella suspiró, toda inhibida.
—En mis tiempos esas cosas... —empezó el abuelo.
—¡Bah! Callate, abuelo —le cortó Joaquín.
—Ay, Cañete, a mí no me gustan las mujeres —se defendió la madre.
—A mí tampoco —se sumó la hija, mirando cariñosamentes a su novio.
—Bueno, yo me voy, manga de perdedores —dijo Joaquín, yéndose.
—Esta falta de respeto en mi tiempo... —empezó el abuelo.
—Antony, pasame la sal —pedía Jany.
—Se fue el pervertido, arroja insecticida a los escolares —comentó Anastacia.
—...se castigaba con golpes de una regla... —seguía el abuelo.
—¿Qué tal te fue en el desfile? —preguntó la madre a Anastacia.
—...en la punta de los dedos de las manos... —seguía el abuelo.
—¡Mamá! El ángel Gabriel dice que soy linda —dijo Jany.
—Bien, mami, nos rasuramos todas las compañeras de la agencia... —respondía Anastacia.
—...que se tenían que juntar. Eso nos hizo hombres, pero... —seguía el abuelo.
—...para desfilar con la nueva ropa pintada —explicaba Anastacia.
—¿Por qué no se calla de una vez? —reprochó el padre al abuelo.
—Qué lindo, mi amor, ¿será que me va a quedar? —conversaba la madre con su hija.
—¡Mamá! Gabriel me dijo anoche que huelo bien —decía Jany.
—No sé, mami, vos estás un poquito... vieja —contestó Anastacia.
—Siempre diciendo pelotudeces, viejo —se quejaba el padre al abuelo.
—¿Me hablás en serio? —se sorprendió la madre.
—¡Mamá! Te estaba hablando, ¿huelo bien? —insistía Jany.
—Sí, mi amor, tenés un rico olor.
—Antony me dijo lo mismo.
—Lo recibimos en esta casa con la esperanza que muriera pronto... —comentaba el padre.
—¡Si no se dieron cuenta, ahora tengo puesta ropa pintada! —exclamó Anastacia, orgullosa.
—...y no estira la pata. Y no. Esta situación... —seguía el padre.
En ese instante el abuelo estornudó ruidosamente sobre la mesa. Todos hicieron un gesto de asco, alejaron sus platos.
—¡Ay, qué asco, mami!
—¡Wákala! —se quejó Jani.
—No toquen la comida —advirtió la madre.
—¡Esto es el colmo! —se enfureció el padre— ¿Quién quiere ir por un combo? Obsequian un diccionario del tamaño de un llavero.
—El ángel Gabriel dice que escupen en las hamburguesas —comentó Jany.
—¡Yo quiero una hamburguesa! —exclamó Anastacia.
—Bueno, dejen todo como está. Cuando volvamos incendiaremos esta mesa —indicó la madre.
Toda la familia, excepto el abuelo, se levantaron y salieron.
—Dicen que es un diccionario con ilustraciones, e incluye algunos mapas; la próxima semana lanzarán la lupa para poder leerlo... —explicaba el padre entusiasmado, mientras salían.
—¡Mamá! ¿Puedo escupir en nuestras hamburguesas? —preguntaba Jany, mientras se iba.
—¡Cool! Voy a exhibir mi ropa pintada, verás cómo me miran... —comentaba Anastacia a su novio, cogiéndole de la mano.
—Sí, sí, mi amor. ¿Pero no te parece un poquito asqueroso? —respondía la madre.
El abuelo se quedó sólo, seguía comiendo.
—En mis tiempos cuando uno estornudaba... ¡Qué pelotudo! Mi plato está envenenado —exclamó el abuelo y aplastó la cara sobre la comida.


La última pitada
(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

Romina y Guille estaban atracando en un sofá, ante el televisor encendido. Se besuqueaban terriblemente, mientras Guille no paraba de manosear a su novia, y había levantado una pierna sobre las rodillas de ella.
Doña Clara entró a la sala llevando una bandeja con galletas, que depositó en la mesita que estaba delante de la pareja, que seguía atracando sin hacer caso de la vieja, la que parecía indiferente.
—Qué suerte que viniste a ver el partido, Guille —comentó Doña Clara, mirando el televisor. La parejita ni pe. La señora se fue, entonces.
Romina y Guille se trenzaban en un beso ardiente. Guille insistía en tocarle la teta a su novia, de cuando en cuando, ella también le alejaba la mano.
Una desconocida irrumpió en la sala. Parecía haber saltado desde arriba, cayó sobre la mesita y desparramó la bandeja con las galletas. Llevaba puesto un chaleco de dinamita.
Se puso en pie y se sacudió los pantalones.
—¡Hey! ¡Ustedes, pendejos! —llamó, arrojando una galleta sobre la pareja, que parecía indiferente; les tiró otras galletas— ¡Paren de hacer esa huevada!
La pareja de desenlazó, se sentaron normalmente. Romina se acomodó el vestido. Guille se aclaró la garganta.
—¿Cómo se llaman?
—Yo soy Romina, y él es mi novio.
—Bueno, Rominita, vamos a pasar una tarde divertida.
—¿Es amiga de tu vieja? —preguntó Guille.
—¡Callate, guanaco! Desde ahora yo hago las preguntas.
—Qué loca —se rió Guille.
—Tengo dinamita por todo el cuerpo, estoy muy enojada.
—¿También se metió dinamita en su cosa? —bromeó Guille.
—Basta, pendejo. Una pelotudez más, volamos todos y adiós virginidad.. eh, ¿sos virgen?
—Uhmm... ¿sí? Sí, creo que sí, señora —respondió Romina, tímida.
—Bueno, portate bien conmigo y vas a sobrevivir para tener orgamos.
—¿Orgasmos? —dijo Romina, ingenua.
—Sí, ¿sos tan boluda?... Pendejo, ¿ya comenzó el partido?
—No, no, todavía. Don Cañete tiene que venir.
—Que bien, es a ese desgraciado que quiero agarrar.
La desconocida se sentó en otro sillón, impaciente.
—¿Hace cuánto andan?
—Hace dos meses —respondió Romina—, mañana es nuestro cumplemes.
—¿Cumplemes?
—Sí, cada mes cumplimos un mes.
—Ya sé, ¿me tomás por imbécil, pendejita?
—No, no, señora —dijo Romina, sumisa.
—Dos meses. ¿Qué planean hacer?
—Vamos a ir al cine, luego Guille dijo que me tenía una sorpresa especial.
—¿Qué es la sorpresa?
—Eh... mañana le voy a mostrar... —dijo Guille.
—¿Qué es?
—Pero si le digo ahora ya no será una sorpresa.
—No me importa eso.
—Lo va a echar a perder.
—Decilo y ya —ordenó la raptora.
—Bueno... quería llevarla a un motel.
—¿Un motel? —exclamó Romina.
—Jajaja... ¿Ya tenés pelos en las bolas? —se burló la desconocida.
—Claro que sí —se defendió Guille.
—Tu novia es una boluda, degenerado.
—¿Eso qué tiene que ver?
—¿Dónde encontraste a este pedazo de idiota? —dirigiéndose a la chica.
—Sin querer sonar pedante, tengo un buen pedazo.
—¿Pedante? Qué payasadas decís, pendejo.
—No entiendo a qué se refieren —comentó Romina.
—A ver, bésense. Vamos, póngale ánimo. O si no voy a volarnos. No, no, no. Con más entusiasmo, nena. No la atragantes con tanta lengua, chico. Dejala respirar. Cuando abusás así pierde su chispa. Eso. Qué linda parejita. A ver, ponele la mano en la teta.
—Eh... —se detuvo Romina.
—¿Algún problema?
—Es que... me da verguenza.
—Boberías. Dale, pendejo, apretá con ánimo. ¿No era lo que querías?
—Ay, señora, no sé qué hacer —se quejó Romina.
—Nada, sos boba —Romina empezó a lloriquear— No me sorprende, sos la hija de ese bastardo, gordinflón mediocre. ¡Shhh! ¡Silencio!
Don Cañete entró en la sala. Vió a la mujer y se sorprendió:
—Eh...
—Así que te acordaste, pedazo de imbécil.
—¡Señora! ¡Están los jóvenes presentes!
—Un coño. Y no soy señora, viejo degenerado.
—Tómese con calma, debe ser un malentendido.
—¿No te acordás de mí, maricón?
—Me confunde, señora, señorita.
—Vaya, el gordo patético no sabe dar las gracias —se levantó y empujó a Don Cañete— ¡Siéntese! Vamos a charlar de lo lindo.
—Pero, el partido. Ya está por empezar...
—El partido se puede ir al carajo. Hay otro que tenemos pendiente.
—Comprenda, señorita, somos una familia decente.
—Jaja, no me hagas reír. Qué bien decente tenías la cara cuando te la chupaba.
—¡Por favor! No diga esas cosas ante mi hija.
—Papi, ¿quién es esta mujer?
—¡Puñeta! Su hijita es más boluda.
—¡Oiga! No le permito...
—Callate, gordo de la raja. Estoy muy enojada. ¿Ves este cuerpo?
—Esto no es un gimnasio, señora.
—Pelotudo, ¡las cosas que me decías antes!
—¿Cosas sobre su cuerpo?
—Sí, bien encima de mi cuerpo, ¡cabrón!
—No comprendo, señora.
—¡Ya te dije que no soy señora!, ¿acaso te parezco vieja ahora?
—Discúlpeme...
—Ahora vengo con dinamita hasta los dientes...
—¿También "allí"? —interrumpió Guille.
— Llegó tu turno de reventar, Cañete puto.
—¿Es dinamita?
—¿Hablo en coreano?
—No, señora —respondió Romina.
—Vos te podés ir al carajo, Cañete. Te llegó la hora.
—¿Nos conocemos?
—No te acordás de los partidos que pitabas.
—Pero eso fue hace años...
—Papi, ¿fuiste réferi? —interrumpió Romina.
—Sí, mi reina, pero era profesional.
—Sí que era profesional. Cómo sabía pitar el torneo de fútbol femenino, cuando le pitaban bien a él.
—¡Oh, no! ¡Qué escándalo! Eso inventó la prensa fatera.
—Yo fui la máxima goleadora en la última temporada. Mi equipo lideraba la tabla, sólo teníamos que ganar un partido para salir campeonas...
—De hecho, su equipo fue campeón ese año.
—¡Qué pelotudo! Tuve que obligarme a besarle el asqueroso pito para que me levantaran la suspensión.
—¿Usted era... Gastón... Pastor?
—Parece que nuestras rivales le calentaron mejor.
—¿Sabe los teléfonos de algunas de ellas? —preguntó Guille.
—¿Salvador? ¿Josefina Monzón? ¿Calzón?
—¿Pasó todo eso, papá? —preguntó Romina.
—No ganamos por su mal arbitraje. Nos comieron cinco goles, y a mí no me dejaron entrar, gordo malnacido. Pero ahora voy a tener mi venganza.
—¿Qué hace con eso, señora? ¿Qué está haciendo? No lo haga.
—¡Ah, papá! ¿Qué es eso?
—¡Aléjelo! ¡Aléjelo! No me lo acerque. ¡Ah! ¡Ah! ¡Deténgase!
Romina se tapó la cara y empezó a llorar sobre el hombro de su novio, que la cubrió con un brazo, mientras observaba divertido la escena.
—¡Aaah! ¡No, no! ¡Ah, eh! ughmpgjkwq...
—La última pitada.
Don Cañete tuvo un infarto, sentado en el sillón. Mientras la mujer metía en la boca del ex referí un consolador. Parecía satisfecha. Arrojó el juguete sobre Romina.
—Conservalo, niña. Para que te diviertas cuando este pendejo no te sirva más —se quitó el chaleco y también lo arrojó hacia ella— Ah, éstas también te pueden servir, son buenas salchichas. Tienen picante.


La Navidad de los Cañete
(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

Asunción. 1979.
—Grandiosa campaña de Olimpia —dijo Mr. Cañete, acariciándose la barba.
—Sí, yo confiaba que con este equipo íbamos a llegar lejos, y ahí tiene la prueba: Campeones de la Libertadores —comentó Mr. Máximo.
—Sinceramente, es un gran logro para el país.
—Yo estoy seguro que habrá muchas copas importantes más para esta "selección nacional", con una gerencia ambiciosa, un equipo técnico prolijo...
—No exagere. Los resultados dentro del fútbol son vibraciones temporales. Cada año los aficionados vibran de todas formas, mientras los mismos de siempre se turnan en lucir una vitrina brillante. Con suerte nuestra contemporaneidad nos permitirá asistir a un periodo en que el equipo sólo sea triunfador.
—Y lo será, Don Cañete. Acuérdese de mí.
—¿Alguna noticia sobre...?
—No podemos hablar abiertamente. Ya sabe cómo están las cosas...
—Claro, todos sabemos que el régimen creó toda una cultura de la corrupción con los altos rangos de la burocracia estatal, lo que permeó todos los estratos sociales. Los que están más abajo, subsisten.
—¡Pero por favor! Yo pertenezco a una administración electa por su pueblo. ¿No se dio cuenta? La crisis fue encarada con la transferencia del costo del déficit un sector que estaba ocioso. Lo que fue positivo por los préstamos que nos ofrecen el año venidero.
—Posiblemente, pero el contrabando se incrementó. El resultado macroeconómico del comercio ilegal redujo los recursos financieros del estado.
—Fantasía, Don Cañete. Por cierto, ¿está invitado el embajador?
—No, optamos por una fiesta familiar. Mi esposa ya está harta de servir comida a hampones. Claro, con usted es la excepción.
—Excelente.
—Pero aquí están los niños. Hola, pequeños, ¿qué tal la nieve?
—¿Nieve? Cómo simpatiza, Don Cañete. Hasta ha contratado a un "Papá Noel", pese a sus prejuicios norteamericanos...
—¿Papá Noel?
—Bueno, luce escuálido, pero entretiene a los niños.
—No contraté a ningún Papá Noel. ¡Usted, venga!
—¿Señor? —dijo Papá Noel.
—¿Quién es? Debo comunicarle que esto es propiedad privada.
—Perdón por el retraso, tomé la Línea **, por error. Mi auto está en el taller ahora...
—Lo que quiero decir es que no está invitado. Por eso le invito a abandonar este hogar inmediatamente.
—Familia Vera, ¿verdad? Mi agenda tiene marcada una actuación para esta noche en la casa.
—Debe haberse equivocado de dirección. No hay ninguna familia Vera en este vecindario —interrumpió Mr. Máximo.
—Mi compañero, Peluchín, vendrá más tarde. El traerá el equipo de filmación y el órgano, con globo loco y un perro con la nariz roja, que hará de Rodolfo el reno.
—¿Qué clase de actuación es ésta? —cuestionó Mr. Máximo.
—Son muy buenos, son muy buenos. Casi me toman el pelo. Pero bueno, al menos en la democracia podemos decir cualquier huevada —comentó Papá Noel.
—Cuide su lenguaje. No puede creer que vivimos una democracia, con ese general pervertido en el poder —protestó Mr. Cañete, severo.
—¿Stroessner? Esa estuvo buena. El vejete pudre sus huesos en Brasil. Dentro de poco estará fosilizado.
—No permito que hablé de esa forma de "nuestro" Presidente —protestó Mr. Máximo.
—¡Qué loco, boludo! Si al "Rubio" lo bajaron allá en el 89.
—No diga disparates. ¿Sabe lo que reciben ciudadanos ingratos como usted? —atacó Mr. Máximo.
—Estamos en 1979, joven. Y quítese esa barba, es un irrespetuoso —reprochó Mr. Cañete.
—¡Qué pirados! Jajaja, "Estamos en 1979" —dijo Papá Noel, imitando la voz seria.
En ese momento Mrs. Cañete irrumpió entre los caballeros. Disparó con un revólver en el cráneo de Mr. Máximo, ante la mirada sorprendida de Papá Noel y Mr. Cañete, a quien apuñaló once veces en el pecho, y se desplomó sobre la alfombra, cuidando de no derramar la copa en la mano.
La mujer se fue a la cocina. Al instante los dos caballeros asesinados se pusieron en pie, con sus copas, con sus heridas sangrantes, fantasmales.
—¡Wow, loco! ¿Cómo mierda hicieron todo eso? —alucinó Papá Noel.
—Esto significa que estamos muertos, Don Cañete —explicó Mr. Máximo, sin ninguna sorpresa..
—Por supuesto, Don Máximo, mi mujer nos asesinó y luego se suicidó. Ahora lo recuerdo, se repite cada Navidad.
—Pero igual lo celebramos, ¡a su salud! —brindaron.
Papá Noel fue a la cocina. Halló a Mrs. Cañete preparando la cena navideña, con una mirada extraña, desquiciada, un gesto terrorífico en su rostro fatal, psicótico. Cortando verduras con el cuchillo ensangrentado. Todo parecía moverse a cámara lenta, siniestro.
—¡Chau, qué loco, señora! Es una maestra. Me pregunto cómo hizo los truquitos, ¿la sangre era de vaca? Bien real, ni Peluchín hace los trucos de magia con tanta espectacularidad —le habló Papá Noel.
—¿Quién demonios es Usted, y qué hace en mi cocina? No conozco a ningún Peluchín —respondió la mujer, severa.
—Jeje, ya vale. Pero, cuénteme, señora, ¿para qué tanta matanza?
—¡Imbécil! ¿No se da cuenta que somos fantasmas?
—¡Loquísimo! Che, ¿estarían interesados en actuar conmigo y Peluchín?
—Pensándolo bien... sólo salimos en Navidad, así que estamos desocupados el resto del año. 70% de las ganancias.
—45, más grabación de un CD con canciones navideñas.
—60 —reclamó Mrs. Cañete.
—50, más entrevista con Humberto Rubín, Mina Feliciangeli y Juan Manuel Salinas.
—55%, más degollación de presentes del público.
—Hecho.
Papá Noel le estrechó la mano para sellar el trato. Pero su mano sólo presionó el vacío del aire al estrechar la de Mrs. Cañete. Sin embargo olía a cebolla. Eso era lo más extraño. Sabía que la cebolla le haría llorar.
—Dígame, señora, ¿por qué mató al estronista, a su marido y luego se suicidó.
Pero no pudo atender a la respuesta, porque ya estaba llorando.

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