jueves, 18 de septiembre de 2008

posible primer capitulo de aparente novela intrascendente



EL ATENTADO INESPERADO

(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

“¡MATARON A GOMEZ! ¡MATARON A GOMEZ!”, gritaba Karim Mehlamed por Canal 7, con enormes ojeras y sin afeitarse.
“¡Estoy trasmitiendo en vivo!”, el camarógrafo lo enfocaba sentado en la parte de atrás de un coche en movimiento. “No estamos seguros de qué sucedió, si es cierto, una broma o una confusión”, Mehlamed se sostenía rígido del marco de la ventanilla.
“¡Mataron a Gómez! Esa es la noticia que manejo acerca del presidente Francisco Gómez!”. Parecía haber escuchado alguna instrucción por el audífono en su oreja derecha. Aún eufórico, comenzó a narrar: “¡Aún desconocemos cuál sería la causa! ¡Aparte en Primeros Auxilios apenas reportaron accidentes comunes!”.
“¡Estamos transmitiendo en vivo desde el móvil”, el conductor -que apenas salió en la imagen, cuando el camarógrafo enfocó hacia delante, para mostrar la rauda marcha en que iban- sostenía el pie sobre acelerador a fondo e iba arrasando los semáforos rojos.
“¡Me piden que vayamos a unos comerciales mientras llegamos al lugar del hecho! ¡Ya volvemos! ¡Ya!”, clamó Karim Mehlamed, adrenalítico.
El móvil de prensa, se metió como un bólido de Fórmula Uno en una estación de servicio, en una esquina, para carga súper sin plomo. El reportero aprovechó para darse un respiro, no aguantó las ganas de entrar en la tienda de la estación, donde vació rápidamente dos vasos grandes (los que se usan para las gaseosas) de café negro, sin azúcar, para reanimarse de la falta de sueño. El camarógrafo, viendo a Mehlamed haciendo compras, aprovechó para pedir un paquete de chicles con sabor a frutilla, que incluyen tatuajes temporales.
“Eh, Karim Mehlamed, sí, soy yo, eh... Sí, estamos con la cobertura del supuesto atentado contra el Presidente de la República. Seguimos en el móvil... y... estamos cerca... A unas dos cuadras del sitio del magnicidio”, el periodista se escuchaba más apagado, distraído, con los ojos apenas abiertos, pese al reciente ahogamiento con café.
Cambiaron de lugares. La cámara apuntaba hacia adelante, desde el asiento trasero de pequeño Gol 94, que realizaba coberturas policiales nocturnas, sin el logo del Canal 7. Aunque las imágenes transmitidas eran confusas debido al movimiento. Mehlamed calló en ese minuto en que tardaban en llegar hasta el probable lugar, el micrófono iba inclinándose fuera del alcance de su boca.
El coche ingresó por el cruce de las avenidas España y Venezuela, su conductor lo estacionó a unos cincuenta metros de la incierta escena de la noticia bomba. Allí ya habían llegado al menos unos cinco policías, aunque no se veía ningún patrullero cerca, en cambio había una ambulancia, pero sin que sonara la sirena ni emitiera luces de alarma.
En las veredas estaban tres o cuatro personas observando, luego se identificaron como guardias privados de las casas vecinas. A esas horas el tráfico era prácticamente nulo aún, sobretodo con la huelga general. De lejos se veía a un taxi doblando por una esquina, como a quince cuadras.
El vecindario estaba sumido en sepulcral silencio, apenas amanecía. La cuadra estaba nutrida por mansiones enormes, con extensos patios completamente amurallados. Se había encendido la luz en una de las ventanas de una de esas propiedades.
La única cámara seguía enviando imágenes en vivo, sin editar. Se podía ver cuando el coche de la televisora estacionaba en contramano, con las ruedas delanteras posicionadas sobre la acera, cuando la mano del camarógrafo jalaba la palanca para abrir la puerta, cuando sacaba los pies y los plantaba sobre el pavimento y se incorporaba, moviendo el foco con descuido y calibrándolo en un zoom improvisado.
También medio país, porque seguramente la otra mitad seguía durmiendo o no tenía televisor, estaba viendo desde sus camas cuando Karim Mehlamed se desplomaba al suelo pesadamente, hasta daba la sensación de que su cabeza rebotó una vez al tocar el pavimento, cerca del parchado oscuro de algún bache.
El cable del micrófono estaba enredado a su brazo derecho; se escuchó un golpe seco cuando cayó ese cuerpo inconsciente.
“Se desmayó”, dijo el chofer, atónito, que tenía medio cuerpo fuera del vehículo, pero aún mantenía el pie sobre el acelerador, por una mala costumbre. Mientras lo decía, la cámara lo había enfocado. Luego explicaría como anécdota que creyó haber escuchado que el reportero murmuraba algo de Irán, poco antes de que desmayara.
Pero lo dejaron allí mismo, tendido. El camarógrafo entendió que había una noticia que era urgente, una situación trascendental cuya magnitud desconocía, y se dirigió hacia el sitio del crimen.
A partir de ese momento sólo se vieron una sucesión de imágenes caóticas y borrosas, que cruzaban la pantalla de arriba abajo, a todas direcciones, se veían fugazmente algo de pavimento, murallas, techos, ya que el camarógrafo estaba corriendo, mientras podían escucharse los bruscos golpes del micrófono que era arrastrado, que había jalado del brazo a Mehlamed, hasta que se desenchufó de repente.
El camarógrafo, que se llamaba Santiago Pereira, presionó un botón rojo y en la pantalla apareció su nombre en la base de la pantalla, decía: "CÁMARA: SANTIAGO PEREIRA", en el ángulo superior derecho: "EN VIVO".
Se acercó hasta unos seis metros de la siniestra escena, comenzó a realizar un zoom ampliamente panorámico de las piezas destrozadas, y se movía lentamente a un lado y al otro para que se pudieran ver desde todos los ángulos imaginables por el televidente. La trasmisión era prácticamente muda, excepto por el audio de ambiente de la cámara.
Parecía haber sido un lujoso Mercedes Benz, negro. Ahora ya no era reconocible, sólo lo negro.
Muchos de sus hierros estaban doblados hacia afuera, y lascivamente humeantes. Las partes inflamables del vehículo estaban carbonizadas. Era tétrico. Hasta el motor había sido expulsado hacia delante, que simulaba una cesárea violenta para algunos televidentes con morbo más desarrollado. Los resortes de los asientos no vibraban siquiera.
Los vidrios hecho añicos estaban esparcidos en un radio de quince metros o más, a cálculo fácil, junto a otros fragmentos del vehículo, completamente destartalado. Las ruedas, cuyas llantas estaban chamuscadas, seguían rodeadas de pequeñas llamas que escupían una flama oscura, maloliente, que picaba al olfato.
El interior se notaba tan maltratado como una hoja de papel arrugada y arrojada fuera del cesto de basura. Dos de las puertas estaban abiertas, como alas quebradas, las otras fueron desprendidas.
Lo peor era describir cómo habían quedado los pasajeros del automóvil. Existieron un chofer y otra persona que quizá iba sentada detrás, o era un perro o alguna otra mascota grande.
“Un rompecabezas”, bromeó un agente, que luego tosió.
Los restos humanos también eran trozos carbonizados que estaban esparcidos y confundidos en derredor con las piezas mecánicas. Los huesos reconocibles estaban quemados, casi convertidos en cenizas oscuras. Al igual que los neumáticos, una suela, se supone que de algún anterior zapato, tenía una suave llama que flameaba imperturbable ante la ausencia de viento.
Unos policías de civil, que eran cuatro, con chalecos antibalas, conversaban cerca del cuadro que la cámara había pintado en vivo. Realizaban largas llamadas por teléfono, y también portaban radios.
Los guardias privados ya se habían esfumado. Algo se les dijo y se largaron, calzándose cada cual su gorro con desprecio.
Una ambulancia llegó, pero un policía habló al conductor y se estacionó cerca de una esquina, a tres cuadras del atentado. Al cabo, ya nada había que los enfermeros pudieran hacer por las personas del automóvil siniestrado, salvo recoger las extintas porciones orgánicas con una pala y una cubeta.
Las mansiones vecinas nunca abrieron sus puertas. El silencio dominaba aún el vecindario. Ambas avenidas seguían prácticamente desérticas. Cruzó un coche minutos antes, a veintiséis cuadras de allí, ése fue el último que se vio, ninguno más hasta luego del desayuno.
Ya habían pasado poco más de quince minutos desde que el Canal 7 había llegado, y recién se acercaban las patrullas con sus sirenas encendidas. Vinieron cinco. Con éstos, alrededor de nueve policías más.
Registraron el perímetro, tomaron muestras, sacaron fotografías, tomaron notas, incluso grabaron en video la escena. Se acercaron a Santiago Pereira para decirle que se aleje del lugar porque podría estropear las evidencias. Otros medios de prensa estaban llegando como a tres cuadras de distancia, donde eran retenidos por una barrera policial.
El chofer del Canal 7 fue interrogado, respondió que sólo era el chofer. El camarógrafo seguía filmando, después de todo no era más que su trabajo. Más atrás, el periodista Karim Mehlamed se estaba recobrando, con una terrible jaqueca; el micrófono seguía enredado a su brazo.
El Canal 7 seguía transmitiendo en vivo. La pantalla mostraba un título en rojo en mayúsculas y con signos de admiración: "¡¡¡PULVERIZARON AL PRESIDENTE GOMEZ!!!"; los técnicos de estudio ya habían eliminado el texto con el nombre del camarógrafo; en una línea inferior se anunciaba la reiteración de las imágenes emitidas en una versión editada, para después del primer corte comercial en 35 minutos.

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