miércoles, 17 de septiembre de 2008

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El tren

(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

Los pasajeros se apretaron en el andén para abordar el tren, que aunque todavía no se mostraba, desprendía en el aire el crujir de sus máquinas a la distancia. Las damas con sus vestidos amarillentos sostenían sombrillas, seguidas por criados pequeños que cargaban con bolsones. Obreros de carbón, con sus uniformes sucios, esperaban en grupo a un lado. Una vendedora de hortalizas resguardaba con ayuda de sus hijos de una docena de cajas llenas de sus mercaderías. Todos estaban expectantes, para poder abordar apenas se detuviera el tren. Todos con la mirada fija al otro lado de la colina, donde desaparecían los rieles, al final del horizonte.
Los vendedores de la estación se esparcían con su variedad de productos entre los pasajeros en espera. El miserable andén estaba repleto, apenas habría lugar para los pasajeros que descendieran en esta ciudad.
No sonó el silbato, como suele hacerse cuando se aproxima a esta parada. Tampoco una columna de humo peinaba el borde de la colina. Pero el ruido seguía firme. Venía el tren.
Unos minutos más tarde asomaba pálidamente la nariz del tren, avanzando imperante. Algunas señoras apretaron con fuerza sus bolsos, mientras otros recogieron del suelo sus bultos para acomodarlos bajo el brazo.
Ahora sí la columna de humo se alzó tan ancha en el cielo, desprendiendo cenizas negras y lenguetazos de fuego.
El tren estaba acercándose estrepitosamente, no aminoraba su marcha. Los pasajeros en espera murmuraron la sorpresa. Una sombra de pánico se puso a rondar en el andén. No tardaron en apuntar los dedos y en gritar las gargantas.
Apenas pudieron esquivarse los pocos que asomaban en el borde del andén de la marcha ardiente y rasante del tren. Cruzó al lado de la estación como un cometa caliente, con todos sus vagones incendiados, bañados en llamas desesperadas. Un aire quemante se desprendió sobre el andén, y las maletas apiñadas cerca de los rieles se desplomó chamuscada.
Luego el humo asfixiante llenó el lugar, nubló la vista. El tren se alejó tan repentinamente como llegó.

La corrida
(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

"Hecho", sentenció Harold. Terminó su café de un trago, mientras con la otra mano golpeó la mesa con una pistola automática de 9 milímetros, según él sin cargar. Se puso de pie, casi tumbando su silla a sus espaldas. Y se fue corriendo, ante la mirada emocionada de sus compañeros de tertulia. Ellos lo vieron desaparecer entre la multitud del boulevard. Y no lo volvieron a ver hasta 52 minutos después.
Harold volvió corriendo, pero por el lado contrario al que había tomado en principio. Se denotaba en su rostro el esfuerzo de las corridas, pero aún así soltaba una gran animosidad. Se sentó en el asiento que había dejado vacío, retumbando nuevamente sobre la mesita su pistola, según él sin usar mientras se había ido.
Sacó del bolsillo una bola de billetes arrugados, cuentas de collares, moneditas, cheques doblados y recibos. Sus compañeros desparramaron el botín con entusiasmo, ante la mirada curiosa de los transeúntes. Contaron todos los valores: 754 euros.
Sus colegas lo felicitaron. Harold había ganado la apuesta, y en menos de una hora. En una vuelta por la vecindad asaltó tres hoteles, dos farmacias, una carnicería, una tienda de mascotas, dos verdulerías, cuatro mesiteros y un videoclub, robando todo lo que encontraba en las cajas registradoras.

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