domingo, 14 de marzo de 2010

Primeros combates aéreos

(Carlos Miguel Giménez O.) [spleen2008@hotmail.com] [cmgo1979@yahoo.com]

Hassett ametralló varias veces al avión rebelde. Las ráfagas de balas cortaron el aire sin tanta puntería.
Por unos minutos, el viento y la adrenalina de la campiña francesa volvieron a soplar contra el rostro del piloto inglés. Pero Francia quedaba muy lejos y atrás; ahora era el clima caluroso de Salitre-cué donde volaba.
El traqueteo del arma interrumpía brevemente el monótono ronquido del motor, que de pronto lanzaba un fuerte esténtor al realizar los giros con que el avión buscaba la mejor posición para seguir disparando.
Hacía tiempo que esperaba este encuentro, desde que vino al país, respiraba este pulso bélico en la piel. La guerra europea aún palpitaba en su corazón, y los inciertos cielos en este recóndito país le sacudían el espíritu aventurero.
El fogueo de la otra nave fue un desperdició, tal como el par de bombas que lanzó al arribar al campamento: no dio con ningún objetivo.
Enseguida, el desconocido piloto, del que apenas había adivinado su figura dentro del S.V.A.5, idéntico al suyo, abandonó el combate, permitiendo que el acelerador lo impulsara a más de 200 kilómetros por hora hacia su base. Hassett, percibiendo su superioridad, no se entusiasmo en darle caza, pero lo acometió con toda la descarga de las metralletas. Era seguro que al aterrizar, su rival tendría muchos agujeros que tapar; lo delataba un vuelo ondulante, que a Hassett lo hizo sonreír solitariamente.
Seguro por el primer triunfo, el teniente británico retornó, no sin antes sobrevolar imponentemente sobre el campamento, desde donde los soldados, del tamaño de hormigas, saludaban eufóricos.
Al descender del avión, los vítores fueron más nítidos y fue felicitado por innumerables manos, sin faltar las de los superiores. Para Patrick Hassett, esa emoción aérea era por fin su bienvenida a este país. Palpitaba con orgullo debajo de sus insignias del Royal Flying Corps.
El día siguiente a la estimulante jornada, el teniente miró al tempranero cielo de setiembre, y admiró esa inmensidad tan cálida y silenciosa. Tan distante de todo lo que él era, y lo que hubiera podido soñar. Pero no se había extinguido el fuego de la aventura, y fue a inspeccionar a su gran compañero, ese Ansaldo S.V.A.5 que a tanta locura había sobrevivido.
Alrededor de las 8:30 AM, el murmullo apagado de otro S.V.A.5 anticipaba una nueva pelea. Inmediatamente, el campamento ardió bajo las ráfagas de las metrallas y las explosiones de las bombas. Hassett ya tenía el casco puesto y dirigía el despegue; desayunaba adrenalina.
Apenas se estabilizó y buscó en el panorama a la nave enemiga, ésta ya se lanzaba atrevidamente a trabar un combate más fiero. A Hassett le corría un secreto sudor; este piloto rebelde se mostró mucho más decidido que su camarada del día anterior. El desafío era más intenso, y el inglés también estaba decidido a hacer su mejor apuesta.
Los violentos metrallazos dieron de lleno contra el aire que el S.V.A.5 gubernista apenas había abandonado. El chorro de balazos perseguía ardientemente las alas y la superficie del curtido avión. Hassett sentía como si su propio cuerpo escapara del filo de puñales de fuego.
Sintió al menos dos balazos imperdonables que perforaron la cola del aeroplano, y la tajada se dirigía peligrosamente hacia la humanidad del británico. Toda su maña entró en calor, y dejó caer rápidamente la nave fuera del peligroso alcance.
No obstante, el piloto rival se esmeraba, y Hassett, mirando de reojo por el espejo retrovisor, hizo colear en zigzag su S.V.A.5; de repente daba curvas pronunciadas en el aire, y los balazos enemigos se cortaban al tenerlo fuera de mira, por pocos instantes.
Hassett maldijo, en inglés, al fantástico rival, aunque con cierta admiración. Las maniobras básicas de evasión habían sido superadas con furiosa modestia por el rebelde desconocido. Ese extraño que la guerra enfrentaba con el teniente británico sin presentaciones ni semblanzas.
El veterano piloto pisó acelerador a fondo, su motor chilló, y se disparó hacia tres mil metros de altura, o más. Era su oportunidad. El otro avión se distrajo, y en su empeño de priorizar el gatillo al timón, dejó que Hassett se colocara en una ventajosa posición.
Era ahora el turno del teniente, apuntó fríamente y arrasó con balazos la superficie del S.V.A.5 enemigo, que no supo reaccionar inmediatamente. Incluso al intentar evadir el fuego, Hassett lo sometió con la peor descarga posible. Enseguida el avión rebelde sangró un chorro de humo.
Hassett se elevó como un águila soberbia y sentenció a su rival. Tenía la mirada tan centrada en aquel avión, que escapaba de su atención en qué lado caía el horizonte o si el cielo era la tierra por ratos.
El belicoso S.V.A.5 huía severamente herido. Una estela de humo negro cicatrizaba el cielo caazapeño. Hassett aún pudo contemplar su caía en un bosque. Daba por seguro que el aparato ya no emprendería ningún vuelo.
Sonrió, solitariamente.

Setiembre, 1922.

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