viernes, 19 de marzo de 2010

Curupayty




(Carlos Miguel Giménez O.) [spleen2008@hotmail.com] [cmgo1979@yahoo.com]


Cándido tenía 26 años cuando contempló el peor infierno de su vida. Todo un campo de muerte. Hasta donde llegaba la temerosa mirada sólo se veían los cuerpos empantanados en el barro de la violencia y la sangre.
Pese a un sol demasiado radiante, el cielo estaba cercado por grises horizontes, a donde se desenredaban el humo de los cañonazos y los gritos confundidos.
La más horrible pesadilla no perdía su sabor de sueño en la furia de la realidad. En plena masacre, un puñado de emociones contradictorias golpeaban indiferentemente a cada soldado. La flota había bombardeado durante cinco horas las trincheras enemigas, por lo que miles de aliados desembarcaron seguros y se lanzaron a campo traviesa. Sin embargo, ese desconcertante silencio antes del ataque, había sido una trágica señal.
Cándido López apretó instintivamente su fusil bajo el pecho, y aferró aún más la cartuchera en que portaba sus pinceles y su libreta de apuntes. El suelo olía a lluvia añeja. Llovían las balaceras de todas partes; un invisible e innumerable ejército paraguayo barría las líneas desde el frondoso bosque. Los aliados disparaban a ciegas, aturdidos por el pánico.
Las retinas de sus ojos eran lienzos obsesivos que capturaban esa locura, esa desesperación. Inconscientemente iban registrando los tonos de los colores, el ángulo de las luces y las sombras, la masividad de lo peor, la objetividad del paisaje, y la precariedad de la vida humana. Su propia vida latía ansiosamente, mientras se empapaba con lodo y sangre.
Los cuerpos estaban sepultados en el fango. Varios tenían las piernas completamente hundidas y luchaban inútilmente, aún, convirtiéndose en sencillos blancos para el fuego fatal. El pavor se había sellado en varias pupilas sin rostro, y eternizado en rostros sin mirada.
Eran cuadros vivos de la muerte, ardientes pinturas de la guerra. No cesaba el enjambre ruidoso de balas; se abrían como párpados hambrientos unos hoyos urgentes, que salpicaban en derredor el barro de un campo dormido, junto con pedazos de hombres desafortunados.
A rastras, Cándido fue avanzando algunos metros, sin saber a dónde ir, si estaba huyendo, o arrimándose al horror propio. Tantos jóvenes soldados habían enloquecido en minutos, y corrían despreocupados ante el riesgo, arrojando disparos al aire, a cualquier imprecisión. Cándido los vio, y escuchó, caer cerca de su posición, ya sin alma, o muy poca. Temió la locura; su fusil ya no tenía balas, y continuaba sosteniéndola firmemente.
A lo lejos lograba ver la hilera de árboles tumbados, detrás de los cuales, en sus huecas raíces, estaban ocultos los cañones.
No podía saber cuánto tiempo había pasado; el tiempo parecía haberse suspendido, y cada instante flotaba infinitamente en el marco de la destrucción. Percibía que estaba dentro de ese punto de vista.
No obstante, los refuerzos seguían llegando desde alguna retaguardia, a encimar más cadáveres en este inesperado foso. Podría haber creído que el fango engullía a los muertos más tempraneros, y seguía devorando silenciosamente al ejército. Los charcos eran de sangre.
Por un rato se agazapó. Apoyó su espalda con un pedazo de árbol. Los cuerpos pegados a él parecían los de soldados dormidos. Entregados a una misteriosa paz. Era ese sabor a sueño de la pesadilla.
Sentía la impotencia, la droga del miedo; en sus rostros sucios las lágrimas se perdían fuera del deseo de llorar. Dios ardía en el clamor aterrorizado de todas las improvisadas trincheras, en español y portugués.
Varios balazos se plantaron cerca de Cándido. Cómo podría terminar esto. Su ímpetu de soldado lo mantenía vivo, ese coraje. Su espíritu de artista lo sostenía alerta, absorbiendo el óleo cruel de la guerra. Vibrante le corría en las venas ese deseo de eternizar los pasajes más momentáneos.
Uno de esos momentos más desgraciados finalmente le acertaron. Una granada abrió su estallido a corta distancia, y el impacto de un casco le besó en la mano derecha. Cándido sintió la ardiente picadura. Como una brasa que no se despegaba de su piel, y quemaba con el calor de su sangre.
Lleno de dolor y confusión, miró su mano, estaba destrozaba. Quiso llorar, pero no le venían las lágrimas. Sentía que el soldado se quedaba solo; medio artista agonizaba en su caricatura de mano desfiguraba.
Quiso maldecir a algo, pero la voz no le salía. Su grito solo se hubiera perdido en el turbulento mar de sonidos de la ferocísima batalla. Finalmente, su conciencia cedió al sueño y se perdió esas imágenes.



La herida adquirió tal gravedad que el médico se vio en la triste necesidad de amputarle el brazo. Al hacerlo, le dijo afligido:
-¡Ya no podrá seguir pintando!
Cándido López, respondió:
-Se equivoca, doctor. Continuaré, y usted será el primero en tener noticias del resultado.

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