martes, 23 de marzo de 2010

El decisivo ataque



(Carlos Miguel Giménez O.) [spleen2008@hotmail.com] [cmgo1979@yahoo.com]


Asunción, 1922.

Se rompió la línea defensiva de las fuerzas gubernistas y las tropas rebeldes pudieron ingresar y ocupar el centro de la capital.

La tensión vibraba en el aire como una cuerda a punto de romperse; Eligio oprimía intensamente el mango de su arma. Su escuadrón esperaba alguna orden o señal para entrar en la masacre. Como fantasmas, fueron atravesando las casas abandonadas, hasta que el estruendo los golpeó.

Dos o tres de ellos enseguida fueron derribados por el vuelo rasante de esas avispas furiosas, que cortaban el aire con fuertes explosiones. Eligio se tiró detrás de un pedazo de escombro, y se quedó quieto, mientras los demás respondían los balazos.

La Plaza Uruguaya estaba a un paso.

Casi paralizado, el joven soldado pensó en su casa, en el viento del campo, una laguna… Cayeron pedazos de ladrillos sobre su cabeza, un compañero le codeó y saltó por el agujero que fue una puerta.

Los disparos brotaban de todas partes; como si en el medio del monte se hubieran agitado muchos pájaros escondidos. Las ametralladoras rugían sostenidamente, sucesivas espoletas y revólveres tachonaban el panorama con su monótona voz, y a lo lejos retumbaban los cañones.

Eligio corrió detrás de los demás soldados, al roce de los tiros, esquivando los cascotes y los cuerpos sangrantes en plena calle; se agazapó detrás de una insegura montaña de piedras.

–¡Vamos! –Le gritó alguien como otro disparo más, en guaraní.

Había una profunda paz, oyendo el murmullo de un arroyuelo, y en kilómetros solamente se oía el canto del campo, ningún rastro de humanidad excepto su propia respiración.

El recuerdo tan instantáneo se quebró como un sueño, cuando Eligio sintió la respiración apretujada de cinco hombres arrojados en una trinchera. Uno de ellos hacía señales al tirador en el techo de una casa resquebrajada. Pronto, el sonido de sus disparos los bañó, y en toda la superficie de las piedras surgieron caños de hierro que ardían su fuego mortal.

Medio sordo, el joven pudo notar esas breves pausas entre las ráfagas, en que se elevaba un coro de gritos, confusas órdenes, maldiciones, lamentos…

–¡Tenés balas! –Gritó alguien, en guaraní, muy pegado a su oreja, y le respondió con la mirada.

Dejaron esa avenida endemoniada. Mientras corrían detrás de unas casas bajas, el ruido parecía alejarse un rato, y el soleado brillo de la bahía asomaba en el horizonte tan mansamente.

–¡La Chacarita!

El viento de la guerra volvió a soplar furioso en su rostro, al abandonar el último muro de resguardo.

En el otro extremo, los barcos se acercaban a la costa, a la altura del Puerto y del Palacio de López.

A unos metros, se abrió un gran agujero en el suelo y todos volaron en derredor, mientras les llovía la tierra arcillosa. Un enjambre de avispas despedazó los tejados, y regaron de guijarros los pasillos.

Mientras Eligio trataba de levantarse, completamente aturdido, vio a su amigo tapado por la tierra y un montón de harapos, sangraba.

Se arrastró lentamente. Los cañones arrasaban; era como si se hubieran metido en la cueva de algún animal grande y furioso. Desde el nido de una ametralladora, una ráfaga trazó una línea dolorosa.

Eligio se dejó caer pesadamente. Miró sus manos, estaban ensangrentadas. Miró a su amigo, ya no se movía. Miró al otro lado, los soldados disparaban sin mirar, y alguien parecía gritarle.

Entonces vio a una avispa, que flotaba tranquilamente sobre un yuyo deshecho. Levantó la mirada. Era una tarde soleada, y llegaban sutiles los reflejos del río, no tan distante. Como esas tardes con suave viento que peinaba la piel de la laguna, y el pensamiento se iba volando.

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