lunes, 26 de noviembre de 2007

Cuento ganador del Premio Juan S.Netto 2007 de EPA




Toque de queda

(Carlos Miguel Giménez O.) [cmgo1979@yahoo.com]

Vamos más rápido, me decía Carlos. Casi arrastraba los pies, a tropezones por esos pasillos estrechos, en arribada. Delante de mí iba Luján, veía sus nalgas perfectas y yo la seguía, caliente.
Qué tarde, qué tarde, repetía Andrea, un poco más atrás. No debimos quedarnos tanto, le replicó Carlos, preocupado por la hora, miraba su reloj apresurado, bajo luces anaranjadas agujereadas por incontables bichos.
Luján dio un grito, se le metió un bicho por el cuello de la camisa. Carlos le siseó para que callara. Él y Andrea miraron inquietos hacia todas partes.
Algún perro aullaba a lo lejos, o parecía estar lejos. Casi me golpeé la frente contra el borde de una chapa, un techo muy bajo, en esa maraña de techos desordenados que era la barriada.
El sudor pronto me corrió por el cuello, y empecé a respirar agitado. No, no, vamos, es peligroso, me retaba Carlos, y me estiraba del brazo. Andrea no quedaba atrás, me tomó del otro brazo y me forzó a caminar a su ritmo. No pude ver a Luján, pero supuse que se rió de mí, y yo ansiaba poseerla.
Carlos y Andrea estaban muy nerviosos, aunque no era la primera vez. La cabeza me empezaba a dar vueltas, y hasta me cosquilleaban las náuseas.
Pero me aguantaba, sabía que más adelante teníamos que separarnos, no podíamos andar por la calle los cuatro juntos, ni tres siquiera. Iba a ser menos sospechoso si salíamos en parejas, pese a que el riesgo seguía siendo el mismo.
En todo caso, me ilusionaba en que me dejarían ir con Luján, hasta me imaginaba que nos sorprendía alguna patrullera, y apurados fingiéramos ser unos enamorados, con un beso apasionado, y ahí la manosearía todita, para darle mayor credibilidad a la estampa. Así nos dejarían ir, supongo.
Noté de repente que a nuestro paso nos rodeaban una ronda de ladridos, aunque no pude ver a los perros. Eso ponía más nerviosos a Carlos y Andrea, llamaba demasiado la atención, y nunca se sabía. Justo escuchamos algún portazo más atrás, era incierto todo. Llegó el tronar de unos disparos, posiblemente más arriba, ya en la zona céntrica de la ciudad.
Dale, dale, dale, susurraba Andrea. Notaba que al repetir eso, se reprimía las ganas de putearme y me arrastraba con violencia. Quise decirles que no podía más, que necesitaba un respiro, pero no estaba seguro de si lo que pensaba me salía articulado claramente por la boca, o sólo decía un puñado de gruñidos.
Bueno, no podemos más, dijo Carlos, para mi alivio. Miró a Andrea, aunque tal vez intentó mostrarse seguro daba una impresión de susto. Preferiría tener que llevarlo... dijo él. No, yo me encargo, yo puedo, es más seguro así, le interrumpió Andrea.
Bueno... en lo de Edgar, cuidate, dijo Carlos, hubo un instante muy corto, creo que querían darse un beso, como despedida. Pero él tomó del brazo a Luján, se llevó a mi pendeja y se metieron en la oscuridad de otro pasillo.
Apenas pude asimilar lo que había pasado, fue muy rápido. Quería enojarme, decir algo, pero Andrea me jalaba para adelante. Vamos, rápido, por favor, por favor, vamos, me dijo, con la voz quebradiza, casi imperceptible.
Traté de mirar atrás, nada más vi, o creí ver, una sombra que desaparecía instantáneamente en otro pasillo. Mi corazón latía furioso, no podía pensar con claridad, y me desesperaba ser sólo un pelele en brazos de Andrea.
Finalmente mi pie se metió en un pocito y caí aparatosamente, sentí que el brazo de Andrea se soltaba del mío y su mano, a último momento, me sostuvo del codo, aunque inútilmente, porque ya estaba todo desparramado por el suelo pelado, con pequeños cascotes que me hicieron quilombo.
Sentía súbitamente unas ganas de quedarme allí tendido y dormir hasta que me pasara el efecto, me dejé caer y sentía como el polvo me inundaba la ropa. En un pestañear vi de paso a un perro que corría rápido en otro pasillo paralelo al nuestro.
A la puta, dijo Andrea, trató de decirlo despacio, pero que yo la escuchara. Me tironeó del codo, enojada, que me sacudió un poco, haciendo una leve polvareda. Y escuchaba los gruñidos de los perros, que parecían a punto de pelear, que ya estaban peleando, rodeando al algún perro intruso, y el llanto del animal mordido, herido y asustado.
No sé si Andrea se daba cuenta de los perros, quería preguntarle, pero tampoco sabía si yo hablaba bien. Ella estaba histérica, murmuraba para así, mientras insistía en estirarme del brazo para ponerme en pie. Cuando lo hice, tambaleé y estuve a punto de tumbarme con todo otra vez. Y Andrea estuvo a punto de darme un puntapié.
Me daba pena estar así, porque entonces quería estar con Luján, huir con ella rodeándola con mi brazo, y distraídamente rozarle una teta...
Dale, ya estamos cerca, me exigía Andrea. Penosamente escalamos la escalinata. Me chorreaba en el cuello el sudor mezclado con polvo, se me pegaba la camisa por la espalda, y sentía que me dolía todo, aunque no sabía bien en qué parte.
Andrea me hizo sentar. Dale, por favor... seguía repitiendo, mientras me sacudía como podía la suciedad de la ropa. Ahora veía desde esa cima la gran maraña de techos confusos, y los atisbos de pasillos desordenados, que era esa barriada infernal.
Sólo teníamos que cruzar la plaza y arribar tres cuadras más. Andrea me volvió a sostener del brazo, y trataba de caminar con naturalidad. Aunque debí haberme visto ridículo en ese intento, me temblaban las rodillas.
Esperamos un rato en la penumbra, bajo unos árboles, mientras cruzaba un auto raudamente por la avenida. Me pareció escuchar un olisqueo, el soplo de aire por unas narices, como el de un animal grande, un toro.
Justo cuando subimos a la vereda, en la esquina vino apareciendo una patrullera, se quedó allí, tan cerca de nosotros, las luces giraban en el techo. Andrea me apretó fuerte del brazo, sentí que se moría del susto, y yo me sentía tan mareado, que creía que no podían vernos tan quietos como nos pusimos.
De pronto escuchamos el portazo. Mierda, dijo Andrea. Le miré la cara, sorprendido por su expresión, creo. Venía directamente a nosotros el policía militar, sosteniendo el fusil en sus manos, en la mitad de la calle se reflejó el caño del arma por la luz anaranjada. La patrullera se acercaba también, y nos alumbraba con sus luces altas.
Alto, alto, nos ordenaba. Entonces pensaba en una excusa, y nada me venía a la mente. Ni se me cruzó ponerme a besar a Andrea, porque ella era como una hermana, así que estaba embotado ese pensamiento en mi cabeza.
Quietos, quiero sus cédula, dijo el policía, sosteniendo el fusil sobre su vientre, a metros de nosotros. Su compañero puso atravesado la patrullera en el centro de la avenida, se escudaba tras la puerta y por la ranura nos mantenía en la mira de su pistola.
Qué le pasa, preguntó. Está mal, alcanzó a decir Andrea, mientras metía la mano en su bolsillo trasero. Entre decidido y dudando, el policía se arrimó unos pasos y me tiró un culatazo en el pecho, fue muy rápido, Andrea dio un grito y no sé, puteaba, se me arrodilló encima, a medias. Un dolor puntiagudo me recorría el pecho y parecían clavarse alfileres en mi cabeza, sentía que me desmayaba, que me moría, y percibía que crujía el seguro de la pistola.
Parecía que me metía por un agujero en otra dimensión, que me iba cayendo por un túnel y veía todo como si mis ojos fueron ventanas de las que me estaba alejando. Sentía que flotaba, como un sueño, y que en derredor todo se movía más lento, y hasta las palabras, muy distantes, flotaban en cámara lenta.
Creo que el policía estaba por romper de otro culatazo la barrera que Andrea hacía con sus manos sobre su cara, cuando me pareció que emergía una inmensa sombra de la penumbra de los árboles, y que la sombra, una sombra peluda, se comía el brazo del policía sorprendido, lo mordió de una vez y lo estiró en un abrir y cerrar de ojos hacia la oscuridad del parque.
No sé, el otro policía se olvidó de nosotros, subió apurado a la patrullera, sólo escuché el chirrido de las llantas cuando dobló en la bajada que daba hacia la escalinata, sonaron disparos, y un jodido coro de ladridos, que crecía como una llamarada hacia lo lejos.
Repentinamente sentí que el efecto alcohólico se me despejaba a toda bala, y ni idea, aturdido como estaba, cómo hice para dar un salto, tomar a Andrea y cruzar la calle en pocos segundos. Así como estaba, notaba como galopaba mi corazón, porque me sentía atrapado dentro de una nube, todo lo escuchaba distante, y me movía mecánicamente. Luego la nube me tapó todo.

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