Toque de queda
Vamos
más rápido, me decía Carlos. Casi arrastraba los pies, a tropezones por esos
pasillos estrechos, en arribada. Delante de mí iba Luján, veía sus nalgas
perfectas y yo la seguía, caliente.
Qué
tarde, qué tarde, repetía Andrea, un poco más atrás. No debimos quedarnos
tanto, le replicó Carlos, preocupado por la hora, miraba su reloj apresurado,
bajo luces anaranjadas agujereadas por incontables bichos.
Luján
dio un grito, se le metió un bicho por el cuello de la camisa. Carlos le siseó
para que callara. Él y Andrea miraron inquietos hacia todas partes.
Algún
perro aullaba a lo lejos, o parecía estar lejos. Casi me golpeé la frente
contra el borde de una chapa, un techo muy bajo, en esa maraña de techos
desordenados que era la barriada.
El
sudor pronto me corrió por el cuello, y empecé a respirar agitado. No, no,
vamos, es peligroso, me retaba Carlos, y me estiraba del brazo. Andrea no
quedaba atrás, me tomó del otro brazo y me forzó a caminar a su ritmo. No pude
ver a Luján, pero supuse que se rió de mí, y yo ansiaba poseerla.
Carlos
y Andrea estaban muy nerviosos, aunque no era la primera vez. La cabeza me
empezaba a dar vueltas, y hasta me cosquilleaban las náuseas.
Pero
me aguantaba, sabía que más adelante teníamos que separarnos, no podíamos andar
por la calle los cuatro juntos, ni tres siquiera. Iba a ser menos sospechoso si
salíamos en parejas, pese a que el riesgo seguía siendo el mismo.
En
todo caso, me ilusionaba en que me dejarían ir con Luján, hasta me imaginaba
que nos sorprendía alguna patrullera, y apurados fingiéramos ser unos
enamorados, con un beso apasionado, y ahí la manosearía todita, para darle
mayor credibilidad a la estampa. Así nos dejarían ir, supongo.
Noté
de repente que a nuestro paso nos rodeaban una ronda de ladridos, aunque no
pude ver a los perros. Eso ponía más nerviosos a Carlos y Andrea, llamaba
demasiado la atención, y nunca se sabía. Justo escuchamos algún portazo más
atrás, era incierto todo. Llegó el tronar de unos disparos, posiblemente más arriba,
ya en la zona céntrica de la ciudad.
Dale,
dale, dale, susurraba Andrea. Notaba que al repetir eso, se reprimía las ganas
de putearme y me arrastraba con violencia. Quise decirles que no podía más, que
necesitaba un respiro, pero no estaba seguro de si lo que pensaba me salía
articulado claramente por la boca, o sólo decía un puñado de gruñidos.
Bueno,
no podemos más, dijo Carlos, para mi alivio. Miró a Andrea, aunque tal vez
intentó mostrarse seguro daba una impresión de susto. Preferiría tener que llevarlo...
dijo él. No, yo me encargo, yo puedo, es más seguro así, le interrumpió Andrea.
Bueno...
en lo de Edgar, cuidate, dijo Carlos, hubo un instante muy corto, creo que
querían darse un beso, como despedida. Pero él tomó del brazo a Luján, se llevó
a mi pendeja y se metieron en la oscuridad de otro pasillo.
Apenas
pude asimilar lo que había pasado, fue muy rápido. Quería enojarme, decir algo,
pero Andrea me jalaba para adelante. Vamos, rápido, por favor, por favor,
vamos, me dijo, con la voz quebradiza, casi imperceptible.
Traté
de mirar atrás, nada más vi, o creí ver, una sombra que desaparecía
instantáneamente en otro pasillo. Mi corazón latía furioso, no podía pensar con
claridad, y me desesperaba ser sólo un pelele en brazos de Andrea.
Finalmente
mi pie se metió en un pocito y caí aparatosamente, sentí que el brazo de Andrea
se soltaba del mío y su mano, a último momento, me sostuvo del codo, aunque
inútilmente, porque ya estaba todo desparramado por el suelo pelado, con
pequeños cascotes que me hicieron quilombo.
Sentía
súbitamente unas ganas de quedarme allí tendido y dormir hasta que me pasara el
efecto, me dejé caer y sentía como el polvo me inundaba la ropa. En un
pestañear vi de paso a un perro que corría rápido en otro pasillo paralelo al
nuestro.
A
la puta, dijo Andrea, trató de decirlo despacio, pero que yo la escuchara. Me
tironeó del codo, enojada, que me sacudió un poco, haciendo una leve polvareda.
Y escuchaba los gruñidos de los perros, que parecían a punto de pelear, que ya
estaban peleando, rodeando al algún perro intruso, y el llanto del animal
mordido, herido y asustado.
No
sé si Andrea se daba cuenta de los perros, quería preguntarle, pero tampoco
sabía si yo hablaba bien. Ella estaba histérica, murmuraba para así, mientras insistía
en estirarme del brazo para ponerme en pie. Cuando lo hice, tambaleé y estuve a
punto de tumbarme con todo otra vez. Y Andrea estuvo a punto de darme un
puntapié.
Me
daba pena estar así, porque entonces quería estar con Luján, huir con ella
rodeándola con mi brazo, y distraídamente rozarle una teta...
Dale,
ya estamos cerca, me exigía Andrea. Penosamente escalamos la escalinata. Me
chorreaba en el cuello el sudor mezclado con polvo, se me pegaba la camisa por
la espalda, y sentía que me dolía todo, aunque no sabía bien en qué parte.
Andrea
me hizo sentar. Dale, por favor... seguía repitiendo, mientras me sacudía como
podía la suciedad de la ropa. Ahora veía desde esa cima la gran maraña de
techos confusos, y los atisbos de pasillos desordenados, que era esa barriada
infernal.
Sólo
teníamos que cruzar la plaza y arribar tres cuadras más. Andrea me volvió a
sostener del brazo, y trataba de caminar con naturalidad. Aunque debí haberme
visto ridículo en ese intento, me temblaban las rodillas.
Esperamos
un rato en la penumbra, bajo unos árboles, mientras cruzaba un auto raudamente
por la avenida. Me pareció escuchar un olisqueo, el soplo de aire por unas
narices, como el de un animal grande, un toro.
Justo
cuando subimos a la vereda, en la esquina vino apareciendo una patrullera, se
quedó allí, tan cerca de nosotros, las luces giraban en el techo. Andrea me
apretó fuerte del brazo, sentí que se moría del susto, y yo me sentía tan
mareado, que creía que no podían vernos tan quietos como nos pusimos.
De
pronto escuchamos el portazo. Mierda, dijo Andrea. Le miré la cara, sorprendido
por su expresión, creo. Venía directamente a nosotros el policía militar,
sosteniendo el fusil en sus manos, en la mitad de la calle se reflejó el caño
del arma por la luz anaranjada. La patrullera se acercaba también, y nos
alumbraba con sus luces altas.
Alto,
alto, nos ordenaba. Entonces pensaba en una excusa, y nada me venía a la mente.
Ni se me cruzó ponerme a besar a Andrea, porque ella era como una hermana, así
que estaba embotado ese pensamiento en mi cabeza.
Quietos,
quiero sus cédula, dijo el policía, sosteniendo el fusil sobre su vientre, a
metros de nosotros. Su compañero puso atravesada la patrullera en el centro de
la avenida, se escudaba tras la puerta y por la ranura nos mantenía en la mira
de su pistola.
Qué
le pasa, preguntó. Está mal, alcanzó a decir Andrea, mientras metía la mano en
su bolsillo trasero. Entre decidido y dudando, el policía se arrimó unos pasos
y me tiró un culatazo en el pecho, fue muy rápido, Andrea dio un grito y no sé,
puteaba, se me arrodilló encima, a medias. Un dolor puntiagudo me recorría el
pecho y parecían clavarse alfileres en mi cabeza, sentía que me desmayaba, que
me moría, y percibía que crujía el seguro de la pistola.
Parecía
que me metía por un agujero en otra dimensión, que me iba cayendo por un túnel
y veía todo como si mis ojos fueron ventanas de las que me estaba alejando.
Sentía que flotaba, como un sueño, y que en derredor todo se movía más lento, y
hasta las palabras, muy distantes, flotaban en cámara lenta.
Creo
que el policía estaba por romper de otro culatazo la barrera que Andrea hacía
con sus manos sobre su cara, cuando me pareció que emergía una inmensa sombra
de la penumbra de los árboles, y que la sombra, una sombra peluda, se comía el
brazo del policía sorprendido, lo mordió de una vez y lo estiró en un abrir y
cerrar de ojos hacia la oscuridad del parque.
No
sé, el otro policía se olvidó de nosotros, subió apurado a la patrullera, sólo
escuché el chirrido de las llantas cuando dobló en la bajada que daba hacia la
escalinata, sonaron disparos, y un jodido coro de ladridos, que crecía como una
llamarada hacia lo lejos.
Repentinamente sentí
que el efecto alcohólico se me despejaba a toda bala, y ni idea, aturdido como
estaba, cómo hice para dar un salto, tomar a Andrea y cruzar la calle en pocos
segundos. Así como estaba, notaba como galopaba mi corazón, porque me sentía
atrapado dentro de una nube, todo lo escuchaba distante, y me movía
mecánicamente. Luego la nube me tapó todo.* cuento premiado con un premio.
cine-filo:
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