jueves, 14 de octubre de 2010

El minero 34

¡Qué carajos!, exclamó Reinaldo. Su compañero ya le daba la espalda, casco en la mano, diez metros lejos: Vamos a emborracharnos, huevón, le dijo.
La extraña imagen se cruzó justo cuando se apagó el panel de control del Fénix 2; el técnico, se vio solo en aquel desierto, la mayoría de las luces se habían apagado y el jolgorio se escuchaba distante.
Dudó. Rojas, ¿salieron todos po?, llamó por radio. Medio minuto después: Oiga, caballero, vengase ya a la fiesta, po.
Ya nada se grababa allí, y Televisión Nacional estaba trasmitiendo la fiesta con empanadas y vino en el Estadio Nacional. Como un eco se escuchaba el grito eufórico del “chi chi chi le le le…”.
El técnico miró el túnel silencioso a unos cuantos metros, la cápsula estaba abandonada a un lado. ¡Qué carajos!, se dijo a sí mismo.
Lentamente se fue acercando al hoyo, una oscuridad de 700 metros. Sintiéndose algo estúpido, se llevó el casco a la mano, se arrodilló al borde y pegó el oído al abismo: Silencio, un viento frío susurraba entre los brazos hidráulicos.
Cuando le sorprendió algún supuesto ruido, se le deslizó el casco por el ojo ciego del túnel; ya no pudo atraparlo, y un puñado de tierra acompañó la caída. Ni cuenta se dio de que habían pasado minutos, tocó fondo.
Allí le atravesó un eco fantasmal. ¡Qué carajos!, pronunció con susto mecánico.
Corrió hasta la consola del Fénix y apresuradamente la encendió, el monitor le devolvía la imagen más negra que el alma de un condenado. Subió el volumen al máximo, y escuchó atento el zumbido exagerado del vacío.
Sus ojos, cansados, irritados, no pestañearon durante dos minutos, sólo percibía el polvo de la nada flotando tenebrosamente.
Entonces escuchó un ruido, apenas un ruidito, breve, inexplicable.
¿Está bien? ¿Puede responderme?, preguntó al micrófono. Tras unos tensos instantes, el sonido de la roca quebrándose arrasó en los parlantes.
Reinaldo no dudó en accionar otra docena de controles, operó el brazo para levantar la cápsula y ubicarla sobre los labios del hoyo del rescate.
Sin casco, se aseguró dentro de la cápsula, y dio la orden de descenso en el control remoto, antes de cerrar la compuerta, justo cuando el resplandor de la superficie le rozaba el rostro.
Los matices de la pálida luz iban desapareciendo en las paredes del metal. Reinaldo aún no tomaba conciencia de su impulsiva reacción, respiraba agitadamente, los nervios le latían cada vez más fuerte en las sienes.
Se hizo la oscuridad absoluta.
Atrapado en ese ataúd salvador, trataba de adivinar las irregularidades de la roca. Pero estaba ciego. Acarició los agujeros de la rejilla metálica. Sentía que del estómago le quería nacer un grito increíble. No podía. El monótono giro de las rueditas laterales parecían marcar el ritmo de sus latidos. Si antes se sentía como cayendo suavemente a un pozo de agua, ahora le perturbaba la sensación de que no existía gravedad, y que estaba flotando en el espacio.
La agitación no le permitía darse cuenta que había apretado los ojos, y que los glóbulos de sus párpados formaban figuras brillantes e inquietas.
Fue como si el bicentenario hubiera trascurrido en cinco segundos, hasta que el brusco impacto de la cápsula contra el fondo le despertó.
Allí, a 700 metros, el aire le pesaba, tal como la violenta oscuridad. Torpemente salió de la cápsula, y su cara dio contra el suelo húmedo. Agotado, volteó muy despacio, como si le hubieran apaleado. Respiraba fuerte, sus sentidos enloquecían. Pero un rato después comprendió que estaba manoteando desesperadamente un casco tirado, acaso el suyo. Histérico, prendió la lamparita y se disponía a dar una exclamación pesimista, cuando una pequeña burbuja de luz brotó en el centro de la oscura nada.
Un ruido nuevo, algo pesado, informe, se arrastraba sigilosamente. Reinaldo imaginó una tortuga gigante, aún no sentía pánico.
Cuando creyó estar en pie, extendió el brazo buscando alguna pared; la luz era apenas como una luciérnaga volando en el interior de una ballena.
Y sintió que una mano se aferraba a su mano.
Las pupilas se le dispararon, y se le tensaron los tendones del cuello.
¡Qué ca…!
Un gemido cavernario, onírico, irreal, hizo temblar la burbuja de luz.
Reinaldo sintió que la presión se ablandaba en su muñeca, y que la misteriosa mano se perdía en la profundad oscuridad.
Aterrorizado, buscó la mano ajena, como si se le hubiera caído por otro agujero. Y palmoteó la duras piedritas, no estaba.
Varias líneas de sudor frío se le metieron por la nuca; la linterna alumbraba una inexpresiva superficie dura. Y el suelo parecía latir muy suavemente.
Repentinamente, todas las luces de la mina abrieron sus ojos e hirieron la estresada visión de Reinaldo. Aún así, las paredes de la caverna seguían tan negras, lejanas; la desolación le apretó el corazón, el único objeto animado que se agitaba en el centro de ese vacío terrorífico.
Pero inmediatamente el técnico percibió que del techo volvía a descender la cápsula. El Fénix 2 posaba suavemente contra el fondo del refugio. La linternilla del casco del ocupante no le permitía ver el rostro a través de la rejilla.
Se abrió la compuerta y se adelantó un zapato de brillante lustrado. Un traje gris se desprendió de los arnés de seguridad. Como el gato de Chesire, una sonrisa intensa se suspendió en el aire: era el presidente Piñera.
Debería estar emborrachándose como todos, huevón, le dijo.
¿Presidente?... ¿Qué… qué…?, tartamudeó.
Técnico Reinaldo, ¿cuántas son?, 56 horas son demasiadas para Usted, po. No debería estar acá. Piñera le tendió su casco al confundido técnico.
Presidente, creí que quedó alguien…
Técnico Reinaldo, ese no es asunto suyo, po. No nos va a estropear los planes, huevón.
¿Qué ha pasado…? ¿Presidente?
Acomodando la solapa del traje, Piñera miró en derredor del refugio, como mirando un lugar conocido.
Sepa, Técnico Reinaldo, que usted será un testigo privilegiado de un proceso mundial, po. Pero ha cometido un pequeño error, por lo que debo asumir una postura drástica…
El Presidente dio unos pasos, reconoció una pequeña montaña de rocas, iguales a las que Sepúlveda había repartido cuando ascendió al fin.
Cuando dimos la orden de demoler los accesos de la mina, el ministro Golborne no había advertido que bajaron 34 mineros, po.
El técnico no comprendía, se sentía demasiado exhausto.
Usted no comprende, Técnico Reinaldo, la magnitud de este operativo, y me apena profundamente que no vaya a ver el gran desenlace dentro de dos años.
Mientras contemplaba al Fénix, siguió: Todo está perfectamente calculado, estos 33 mineros, hombres aparentemente comunes, pero de extraordinarias fortalezas personales, cada uno con historias tan distintas…
El tiempo que tardó la excavadora… aquel emotivo (resaltó esa palabra al pronunciarla) mensaje: “Estamos bien en el refugio los 33”… la fecha en que comenzamos el operativo… nuestro querido cántico del “chi chi chi le le le”… la cobertura de medios de 33 países… el tiempo cronometrado de la ambulancia… ¿Es que no se entera, Técnico Reinaldo?
Treinta y tr… balbuceó Reinaldo, ensimismado en una idea extraordinaria.
Si, po. “El ideal del amor”, la edad de la muerte de nuestro Señor…
Piñera se metió en el Fénix. Como el nombre de esta cápsula, la valentía y el coraje de estos hombres hará posible que la humanidad renazca, que millones de ciudadanos vuelvan a abrazar el amor, ese amor universal, Técnico Reinaldo.
No hemos aprendido nada de la lección de la Sociedad de la Nieve, fíjese po. Ni Vietnam, el Tsunami, el Sida, el atentado a las Torres o el terremoto en Haití han logrado despertar esa conciencia universal que los gobernantes de Acuario necesitamos para la vuelta del Señor.
Le deseo muy buenas noches, se despidió el Presidente, y su amplia sonrisa comenzó a ascender. Las luces se volvieron a apagar, y tras unos minutos indefinidos, llegó el sonido de una distante explosión, un exabrupto de rocas atenazó las piernas del técnico, mientras la burbuja de luz se veía invadida por una densa polvareda.





(A manera de homenaje, señala)

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