"Cada año desaparecen miles de
personas", me dijo el comisario, como si estuviera leyéndome una aburrida
crónica sobre finanzas. Levantó un poco la vista de su periódico, desde su
silla hundida en el escritorio enmarañado de trastos; y señaló un muro de la
habitación. Había un cartel de avisos.
El cartelón estaba empapelado, violentamente
quizá, de desordenados papeles fotocopiados, de recortes de diarios, de cartones de
leche, de tarjetas postales y de hojas arrancadas de la guía telefónica:
"¿Ha visto a esta persona?", ¡caray! eran miles, miles de personas
desaparecidas.
A unos metros estaba un suboficial con una vieja
y ruidosa máquina de escribir, cuyos teclados parecían pedales oxidados.
Parecía copiar incansable montañas de notas con sus dedos puntiagudos; fuera de
cualquier noción de su entorno. Nosotros ni nadie existíamos para su mente.
El comisario me dijo que anotara mis datos,
que se los pasaría a su suboficial para el registro policial y que me llamarían
si tuvieran alguna novedad.
Le pregunté qué estaba sucediendo, me enunció
de forma rápida, como si me leyera una pequeña esquela de las cosas que mamá quería
que le comprara en el almacén: terrorismo, deudas, fracasos, post comunismo,
abducciones, fama... Me fijé mejor y vi que en realidad me estaba leyendo un
papelito pegado al borde de su escritorio, cerca de las rodillas. Entonces
desistí de preguntarle si ya habían podido resolver algún caso.
Me alejé lentamente hacia la puerta, de
espaldas. El comisario seguía leyendo, su ayudante seguía en su universo
taquigráfico. Sentí que llegaba otra persona a reportar lo mismo. Salí
corriendo entre la gente de afuera.
Fue así como desaparecieron para siempre
todos mis compañeros de colegio durante una excursión guiada en la Expo anual
de Mariano Roque Alonso. Hasta hoy.
***
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